Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

21 La Suprema

Aquella noche durmió como un gato inquieto. Al menos al principio porque cuando regresó Tahisrán y le soltó toda una parrafada sobre dónde había ido Azune alcanzó a conciliar un sueño más tranquilo. Ni siquiera se molestó en acordarse de los detalles: después de dar vueltas y más vueltas sobre su jergón, lo único que deseaba era morirse ante el mundo durante unas horas. Soñó con que se encontraba sentado sobre una colina, hablándole solo a Lusombra. El sueño era agradable, el caballo negro sonreía y Dashvara se sentía libre y feliz. Todo era maravilloso. De ahí que cuando empezó a oír golpes contra la puerta Dashvara se cubriese con el cojín y gruñese malhumorado. Volvió a dormirse unos segundos para volver a despertar, sacudido por una mano despiadada.

—¡Arriba, estepeño! —lanzó la voz de Rowyn.

—Ya estoy despierto —masculló Dashvara sin abrir los ojos. Era demasiado cruel. Hubiera deseado poder lanzarle un puñetazo al republicano para seguir hablando con Lusombra, pero la habitación ya hervía de ruidos. Lessi reía. Fayrah parloteaba. Dashvara gruñó otra vez y Rowyn lo volvió a sacudir.

—¡Ya… ya! Ya estoy despierto —suspiró, enderezándose.

Rowyn sonrió.

—Es la cuarta vez que lo repites. Espero para ti que esta vez es verdad porque de lo contrario tenía pensado comerme tus buñuelos.

Dashvara abrió grande los ojos.

—¡Qué! ¿Buñuelos?

Rowyn se carcajeó y palmeó su hombro antes de levantarse.

—Debería haber empezado por ahí —comentó el kampraw para sí.

Los buñuelos estaban deliciosos. Dashvara ya estaba con el tercero cuando empezó a despertarse de verdad.

—Me ha contado Azune tus peripecias de ayer —le comunicó alegremente el Hermano de la Perla con los brazos cruzados detrás de la cabeza—. ¿Sabes que tienes una pinta horrorosa con esa túnica?

Sin dejar de masticar, Dashvara bajó la vista hacia su túnica ajustada. Rowyn estaba en lo cierto.

—La otra ropa se está secando —se contentó con replicar.

—Por eso te he traído más.

Dashvara lo miró con fijeza mientras el kampraw sacaba una túnica y unos pantalones de su saco. Se mordió pensativamente un labio.

—¿Eres consciente de que por el momento no tengo dinero para pagarte todos estos favores?

Rowyn resopló.

—No vas a pagarme con dinero.

—¿Así que reconoces que no me ayudas desinteresadamente? —aventuró Dashvara.

Rowyn se ensombreció.

—¿Para ti es tan extraño que alguien haga algo por ti desinteresadamente?

Dashvara no contestó de inmediato.

—No —dijo al cabo—. No si ese alguien es un Xalya. Pero los extranjeros a los que estoy acostumbrado, oséase los bandidos y esa clase de gente, no hacen nada desinteresadamente. Te pido disculpas si te he herido.

Rowyn tamborileó contra su frente, como reprimiendo una sonrisa.

—No me has herido, estepeño. Soy una persona muy tolerante. Y ahora vístete, que nos vamos a ver a la Suprema.

—¿Nosotras también podemos ir? —preguntó Fayrah, entusiasmada.

Dashvara le echó una mirada penetrante.

—No.

* * *

La sede de la Hermandad de la Perla era una casa que no destacaba en absoluto de las demás. Situada en el Distrito del Dragón —no muy lejos del Tribunal, según Rowyn—, tenía una fachada de entramados de madera roja y una puerta ricamente adornada. Como la mayoría, en definitiva.

Rowyn y Dashvara dejaron atrás el calor templado de la mañana y entraron en una sala con una larga mesa. Ahí había más de veinte asientos, evaluó Dashvara. Según había dicho Rowyn, la Hermandad no tenía tantos miembros.

—¿Cuántos sois en total en la Hermandad? —preguntó en voz alta.

Rowyn meneó la cabeza sin contestar y Dashvara suspiró.

—¿Eso también es secreto?

Rowyn sonrió.

—En cierto modo —admitió. Señaló una puerta al fondo de la sala—. Sheroda, la Suprema, está aún en reunión, pero cuando se abra esa puerta podremos entrar. Siéntate donde quieras.

Dashvara paseó una mirada por la sala y, no habiendo nada que le llamara la atención, se sentó.

—¿Cuántos miembros están metidos en el asunto este de exterminar a los esclavistas?

Rowyn tragó saliva.

—No vamos a exterminar a nad… —Calló—. Por favor, estepeño. No me hagas preguntas trampa.

Su respuesta le sentó a Dashvara como una patada.

—¿Que no vais a exterminar a los esclavistas? Pero ¿no queríais acabar con ellos?

Rowyn echó una ojeada a la puerta cerrada antes de responder:

—Acabar, sí. Pero de una manera legal. —Marcó una pausa—. No somos guerreros, estepeño. Yo soy un investigador. Busco pruebas y se las doy a la Suprema. Y luego, ella decide qué hacer con ellas.

Dashvara se cruzó de brazos, meditando sus palabras.

—Quieres decir… ¿que los propios guerreros de la ciudad se van a encargar de acabar con los esclavistas?

—De arrestarlos y condenarlos —confirmó Rowyn.

—¿Mandados por el Tribunal?

—Así es. Las cohortes urbanas se encargarán. Si todo va bien, el arresto tendrá lugar sin que se derrame ni una sola gota de sangre.

Dashvara no podía sentirse tan optimista como Rowyn.

—Supongo que meterse con un hombre de Diumcili no es tan difícil para el Tribunal de Dazbon pero ¿y los Faerecio?

Rowyn se envaró.

—Los… —Tragó saliva—. Esos… Bueno.

Dashvara adivinó la verdad.

—A esos no se los va a castigar, ¿eh? Son una familia patricia. ¿Cómo meterse con ellos aunque su Ave Eterna se haya ido allá donde el viento llevó su pluma?

Rowyn se había ruborizado pero ante la pregunta retórica lo miró con curiosidad.

—¿Qué es el Ave Eterna?

Dashvara sospechó que la intención de Rowyn era cambiar de tema, pero de todas maneras le explicó en unas pocas palabras lo que era el Ave Eterna.

—Dignidad, confianza y fraternidad —repitió Rowyn, absorto—. Me gusta.

—A poca gente cuerda no le gusta —sonrió Dashvara.

Rowyn iba a hablar cuando, de golpe, la puerta cerrada se abrió y apareció un humano pelirrojo de túnica naranja, rostro ceniciento y ojos de loco. Sonrió con todos sus dientes; dos eran de oro.

—¡Ahá! Aquí tenemos al gran misterio —rió, cruzando la puerta. Su risa estaba rayada. Le chirriaron los oídos a Dashvara nada más oírla. Evaluó su edad. Era relativamente joven. Y eso que llevaba su extravagancia con tanta naturalidad que Dashvara hubiera dicho que se había pasado cincuenta años ideándola.

—Dashvara, te presento a Axef —dijo Rowyn—. El desintegrador. Axef, este es Dashvara de Xalya.

—¡Oh, sí! Dashvara de Xalya, hijo de Pifpan y Tapia de Xalya, majadero de la estepa, príncipe de la pena y luchador de…

—¡Axef! —tonó Rowyn, enrojecido.

Antes de la intervención del Duque, a Dashvara no le hubiera importado partirle la cara a ese mago. Y después tampoco. Pero recordó que estaba en casa ajena.

—Y luchador del tiempo —acabó Axef muy decente—. ¿O era luchador sin aliento? ¿Luchador contento? No recuerdo. Y no miento. A menos que mienta porque no recuerdo…

—No le hagas caso, Dash. Es un idiota.

Axef no pareció ofenderse. Se contentó con sonreír burlonamente y meterse las manos en los bolsillos de su túnica naranja. Semejaba un pícaro con el atavío de un bufón. Con una sangre fría más fingida que cierta, Dashvara se levantó.

—La puerta está abierta. Supongo que se puede entrar —aventuró.

Rowyn se giró hacia Axef.

—¿Se han ido?

El mago asintió y, tras poner cara pensativa, apuntó:

—Y aunque no se hubiesen ido, no os lo diría. Qué ideas.

Dashvara meneó la cabeza. ¿Me habré metido en un antro de desequilibrados? Bueno, a fin de cuentas, yo también estoy desequilibrado según Aydin… Se dirigió hacia la puerta junto a Rowyn.

—Déjame adivinarlo, ¿está loco? —le murmuró al Duque.

Antes de contestar, este le echó un vistazo a Axef; el mago seguía mirándolos desde el otro lado de la sala.

—No del todo. Eso es lo peor. Pero le encanta que lo creamos. No te tomes a pecho lo que ha dicho: sólo te está tanteando.

Dashvara cruzó de nuevo los ojos inteligentes del mago y desvió la mirada. Ya veo. Curioso fenómeno. Recorrieron un pasillo en la penumbra y Rowyn llamó a una puerta entornada.

—Adelante.

Dashvara sintió recorrerle un hálito frío que no le dijo nada bueno. Aquella voz era autoritaria y suave al mismo tiempo; una voz que invitaba a ser conocida y, a la vez, temida. Durante los seis años que había patrullado las tierras xalyas, había aprendido a hacerle caso a su instinto. Pero también había aprendido a superarlo cuando las circunstancias lo exigían. De modo que acalló su vocecita prudente y siguió a Rowyn adentro.

La sala era del todo distinta de la otra. Alta y semicircular, tenía muros de mármol blanco y unas grandes cristaleras por las que entraba la luz del día. Dashvara pestañeó y vio la silueta sentada en una especie de trono. Como una reina de los cuentos. Engalanada en un precioso vestido negro.

—Acércate, hombre de Xalya —le pidió Sheroda.

La Suprema tenía ojos dorados bellísimos. Una piel blanca como la espuma y un cabello plateado como la Luna. Era como una…

—No tanto —lo advirtieron sus labios rosáceos con una fina sonrisa.

Dashvara se detuvo a unos cuatro pasos, ruborizado, y retrocedió uno. Hubiera querido retroceder más, pero no se atrevió. Se sentía torpe y no sabía por qué. Sólo la presencia de Rowyn detrás de él lo relajó un poco.

—Soy Sheroda, Suprema de la Hermandad de la Perla. Rowyn me ha hablado de ti y de tus actuaciones en Rocavita. Quiere que trabajes en su grupo para el asunto de Arviyag. Y creo haber entendido que tú quieres trabajar con él, ¿verdad?

Era directa, aprobó Dashvara mentalmente.

—Así es. Quiero castigar a esos esclavistas y liberar a mi pueblo.

—Una intención digna de consideración —señaló Sheroda con tono pausado—. Actualmente, tenemos a cuatro miembros activos. Más Axef. Uno más no vendría mal.

Así que el mago loco es el acólito, recordó Dashvara. Los miembros restantes eran el ladrón arrepentido y el monje-dragón retirado. Ciertamente, con cinco personas era difícil entrar a la fuerza en el refugio de los esclavistas para acabar con ellos. Sheroda continuó:

—Rowyn me ha pedido que, con tu consentimiento, te nombrase acólito de la Hermandad de la Perla. Dicen que tu pueblo fue exterminado por una unión de salvajes —susurró con suavidad. Dashvara casi pudo sentir su mano compasiva sobre su mejilla… pero eso era ridículo, dado que Sheroda no se había movido de su trono—. No tienes pues tierra adonde ir —prosiguió—. Rowyn me ha dicho que tú eras un gran guerrero, ¿verdad?

Dashvara asintió. Matizó:

—Un guerrero, al menos. La grandeza es subjetiva.

Sheroda sonrió.

—Verás. Nuestra Hermandad tiene bastante práctica en recoger las almas perdidas. No todos son miembros de la Hermandad, ni siquiera acólitos, pero reciben nuestra protección cuando la necesitan.

Dashvara se había quedado ahogado en sus ojos dorados y apenas la escuchaba. La Suprema sonreía tan amorosamente…

Dashvara parpadeó y maldijo en silencio. Podrías haberme avisado de que iba a ver a una maldita maga, Rowyn… Estaba casi seguro de que lo estaba hechizando. ¿A menos que se lo estuviese imaginando?

—En tu caso —dijo Sheroda concluyendo—, si quieres castigar a los esclavistas, te invito a entrar en nuestra Hermandad. Ser acólito no supone ningún compromiso irrevocable. Puedes marcharte cuando quieras. A cambio de tus servicios recibirás dinero y protección.

Eso no está nada mal, reconoció Dashvara mentalmente. Apartó los ojos hacia las cristaleras y divisó un pájaro posado sobre la rama de un árbol. Por un instante, regresó lúcidamente al mundo.

—¿Y bien? ¿Qué dices? —preguntó la Suprema, impaciente.

Lo último que hubiera querido hacer en ese momento era volver a mirar a Sheroda. Sin embargo, lo hizo.

—¿De modo que voy a poder participar en vuestros planes de rescate?

Un destello burlón pasó por los ojos de la Suprema.

—Así es.

—Bien. Y… por lo que he visto, aquí se necesitan monedas para comer y alojarse así que… Habéis hablado de pagarme, ¿no es cierto?

Oyó el resoplido de Rowyn. Sheroda esbozó una sonrisa y, sin razón alguna, Dashvara se la devolvió… y la borró enseguida, exasperado.

—Eso es. Aunque, por supuesto, la paga depende de la satisfacción de nuestro mecenas —contestó la Suprema con mesura.

Oh, el Mecenas. Claro. Dashvara no se lo pensó mucho: necesitaba dinero y le convenía tener buen trato con la Hermandad de la Perla. Sospechaba que, solo, tenía tanta probabilidad de salvar a su gente como de cantar siendo mudo.

—Será un placer trabajar con vosotros —dijo al fin.

Los hermosos ojos dorados centellearon.

—Perfecto. Rowyn te dirá lo que tienes que hacer. Sólo un apunte: trabajas con ellos. Y trabajas para mí. Eso no lo olvides —murmuró—. Bienvenido a la Hermandad.

* * *

—¿Quién es?

Estaban recorriendo una calle y Dashvara seguía a Rowyn sin ni siquiera molestarse en saber adónde lo guiaba ahora. Aún se sentía atrapado por unos ojos dorados que ya no tenía delante.

—¿Hablas de la Suprema? —dijo Rowyn—. Bueno. Nadie lo sabe a ciencia cierta. Dicen que es maga, pero ella dice que no lo es. Aun así, hechiza como si lo fuera. Creo que te has dado cuenta.

—Mmpf. Y tanto. Por un momento hasta he pensado que me habías envenenado con tus buñuelos. Tiene unos ojos inhumanos.

—Es que no se sabe a ciencia cierta si es humana —sonrió Rowyn—. Tildrin dice que viene de más allá del Océano Caminante. Le encanta fantasear con el pasado de la Suprema. Pero lo cierto es que no se sabe gran cosa de ella.

Dashvara esquivó a una niña que corría con una enorme sonrisa en la cara y preguntó:

—¿Tildrin es uno de los miembros?

—Ajá.

—¿El monje-dragón o el ladrón arrepentido?

Rowyn sonrió.

—El ladrón arrepentido. Voy a presentártelos ahora mismo. Les pedí que fueran al refugio. Estarán esperándonos.

—¿Qué? —Dashvara lo miró, confuso—. Espera un momento, ¿el refugio? Pero ¿no acabamos de salir de él?

—No. Esa es la casa de la Suprema —explicó Rowyn—. La sede de la Hermandad. Yo hablo del refugio de nuestra banda. Ahí te explicaré lo que vamos a hacer.

Dashvara esquivó esta vez a una mujer alta; y casi se empotró contra un miliciano de proporciones casi tan impresionantes como el Shamvirz de la Mano Blanca. Rowyn lo estiró del brazo mientras el guardia bufaba:

—¡Hey! ¡Cuidado por donde andas!

Dashvara resopló, tenso como la cuerda de un arco. Ese ruidoso hormiguero era aún más entorpecedor y turbador que los ojos de la Suprema. Estaba convencido de que aquella mañana vio a más gente distinta de la que había en toda la estepa junta. Minutos después Rowyn lo volvió a estirar del brazo cuando estuvo a punto de recibir un tablón en la cabeza: el carpintero que lo llevaba era un maldito inconsciente y varios paseantes levantaron la voz. Al fin, se alejaron por una callejuela desierta.

—Ave Eterna, qué locura —masculló Dashvara.

Oyó una risita a sus espaldas y se giró, sorprendido. Era Axef. Ni se había percatado de que el mago los había seguido.

—Te acostumbrarás —aseguró Rowyn, aflojando el paso—. Venga. Ya estamos casi.

Me acostumbraré, ¿eh? Dashvara lo dudaba bastante. Sobre todo porque, en cuanto hubiese salvado a los prisioneros, tendría que seguir con esa maldita venganza. Resopló para sus adentros. ¿Es que ahora ya no deseas castigar a los asesinos? Claro, estás lejos de la estepa, la mayor parte de tu pueblo está muerto y ya no tienes a nadie para recordarte tus deberes como hijo primogénito. Sólo Aligra… Debería haberle delegado el título de hijo primogénito. Seguro que se las arreglaba mejor que yo.

Rowyn se detuvo ante una puerta.

—Aquí es —anunció.

Dio unos golpecitos y segundos después apareció la silueta de un ternian de pelo gris y cara arrugada; iba vestido con una túnica azul ricamente adornada.

—¡Duque! —sonrió—. Ya empezaba a creer que la Suprema os había comido vivos.

Rowyn empujó suavemente a Dashvara adentro mientras replicaba:

—¿No dijiste hace unos días que la Suprema no comía nunca? Te presento a Dash, nuestro nuevo acólito. ¿Está Kroon? —preguntó.

El ternian asintió y señaló un pequeño bulto dormido en un sillón, ante una mesa sumida en la penumbra. A Dashvara le dio un vuelco el estómago al ver al monje-dragón. El sujeto no tenía piernas, tenía la cara arrasada de cicatrices y una venda blanca ocultaba uno de sus ojos. El otro estaba cerrado. Era difícil adivinar exactamente a qué raza saijit pertenecía.

Bien, bien, estupendo, pensó. Un mago loco, un viejo ladrón, un tullido tuerto… El grupo era de lo más variado.

—Mi nombre es Tildrin —se presentó el ternian con una sonrisa mientras Axef cerraba la puerta, dejando la sala en la penumbra—. ¿Así que nos vas a cubrir las espaldas mientras robamos los papeles, eh?

La pregunta lo confundió.

—¿Los papeles?

Rowyn se aclaró elocuentemente la garganta.

—Sentaos. ¿Puedo correr un poco las cortinas?

—¡No! —bufó de pronto Kroon, abriendo el ojo.

Rowyn sonrió con sorna.

—Tan dormido no estabas, a fin de cuentas.

—¿Una vela, tal vez? —sugirió Axef, sentándose a la mesa—. O un poco más de tela, para el ojo de Kroon.

El monje-dragón gruñó y su ojo detalló a Dashvara.

—Así que tú eres el bárbaro de la estepa.

Bárbaro tú mismo. Dashvara espiró silenciosamente.

—Y tú debes de ser el monje-dragón de Sifra —replicó.

Kroon hizo una mueca y tendió una mano para coger una botella.

—Siéntate. Duque, tú también. Hablemos de cosas serias.

—¿Quieres un poco de vino, hermano? —ofreció Tildrin.

Dashvara advirtió, sorprendido, que lo miraba a él y negó con la cabeza. Rowyn, en cambio, se sirvió un buen tazón.

—¿Dónde está la Envenenada? —preguntó Axef con un tono de voz casi normal. El mago jugueteaba nerviosamente con una borla de su larga túnica.

—No está —replicó simplemente Rowyn.

Dashvara sintió curiosidad.

—¿Quién es la Envenenada?

—Nadie. Axef llama así a Azune. —Rowyn se giró hacia Kroon—. ¿Qué tal llevas el plano?

El monje-dragón sacó un pergamino plegado de uno de sus bolsillos y lo tiró a la mesa como si estuviese repartiendo cartas. Rowyn alisó la hoja y Dashvara extendió el cuello, intrigado. Se trataba del plano de varios edificios con sus habitaciones interiores. Líneas de colores distintos lo cruzaban.

—Lo siento, Kroon, pero necesitamos una vela —se disculpó Rowyn, encendiendo una—. No es plan de que nos liemos luego tontamente.

Kroon refunfuñó y se tapó el otro ojo con otra venda. Axef le propuso llevarle un saco para que se lo pusiese en la cabeza, a lo cual el monje le contestó que se metiera el saco por donde le cupiera. Con los ojos sonrientes, el mago calló, sacó un pequeño cuchillo y empezó a limarse las uñas mientras Tildrin y Rowyn observaban el plano con atención. Dashvara se impacientó.

—¿Podéis explicarme qué representa el plano?

Rowyn asintió y sin despegar la mirada de la hoja señaló una rectángulo.

—Aquí es donde vamos a ir a robar nuestras pruebas. Esto —efectuó un círculo con el dedo— son las habitaciones de Arviyag. Y esto —efectuó un círculo más grande— es el edificio que tienen los esclavistas en el Distrito del Puerto, con el almacén «comercial». Ahí es donde han llevado a los veinticinco prisioneros. Pero de todas formas eso no importa por ahora: lo importante es robar el cuaderno de cuentas de Arviyag y su correspondencia con el Maestro y con los Faerecio. Algo que lo inculpe y que escandalice al Tribunal lo suficiente para que emita una orden judicial y mande registrar la casa de Arviyag.

A primera vista, el objetivo no le pareció malo, pero de todas formas Dashvara se había quedado en suspenso en mitad de la explicación.

—¿Has dicho veinticinco prisioneros? —jadeó.

Rowyn le echó una mirada a Tildrin y el ladrón asintió.

—Aproximadamente. Los conté mientras bajaban de la caravana. Tal vez se me haya escapado alguno o haya contado uno en doble. El Duque dice que a él le parecieron menos de veinte. Azune dice como yo.

Veinticinco Xalyas… Dashvara sintió las comisuras de sus labios estirarse en una sonrisa temblorosa. Esa era la mejor noticia que había oído desde que había abandonado el torreón.

—Eso sí, no tenemos la seguridad de que todos sean Xalyas —agregó Tildrin.

Eso, quítame las esperanzas, ladrón.

—Qué importa, son prisioneros —replicó Kroon, retirando las vendas de sus ojos. Veía perfectamente de ambos, por lo visto, aunque los mantuvo entrecerrados—. Esta vez no van a llegar a Diumcili. ¡Ja! Ese hijo de perra va a morirse del disgusto cuando le vengan las cohortes a su casa. —Una sonrisa sardónica surcó su terrible rostro. Haciéndole eco, Axef soltó una risita que le produjo a Dashvara un sudor frío.

Rowyn carraspeó.

—Retomando. Hay una veintena de hombres en ese edificio, entre los cuales una docena son mercenarios. Todos, incluido los criados, son de Diumcili, ¿correcto, Tildrin?

—Correcto.

—Hay una entrada principal y una puerta de servicio que da al almacén. Antes había una escalera de madera hacia la terraza, pero ha sido destruida recientemente. Todas las ventanas están reforzadas con barrotes, incluidas las del piso superior. De día, las puertas están vigiladas y de noche lo atrancan todo. El segundo piso es lo que nos interesa —apuntó Rowyn—, porque ahí es donde está el despacho de Arviyag, justo encima de la entrada principal.

Kroon gruñó.

—Tengo la impresión de que todo esto ya lo hemos oído, ¿tú no, Duque? Ahora, ¿qué tal si avanzamos un poco?

—Estaba repitiendo para Dash —se defendió Rowyn.

—Si se me permite —intervino Dashvara—. ¿Por qué no llamamos a las cohortes urbanas directamente a registrar la casa? Ya que tanto parece gustaros eso de la legalidad…

—Precisamente —carraspeó el Duque mientras los demás sonreían—. No podemos mandar a casa de cualquier persona a las cohortes sin tener pruebas previas. Es bastante obvio. Se necesita realmente un documento que cree escándalo para agilizar la burocracia y llevar a cabo una redada de esa envergadura. De lo contrario, puedes estar todos los días gritándoles a los jueces las más puras verdades que no te harán ni caso.

Dashvara hizo una mueca elocuente para mostrar su opinión sobre el asunto. Civilizados, pensó. Tildrin intervino con evidente excitación:

—Verás, Dash, el principio es sencillo. Ahora, sólo nos falta un plan. —Sonrió enseñando sus dientes amarillentos—. La idea es entrar ahí cuando Arviyag no esté en casa. Porque, por lo que he averiguado oyendo a los guardias en las tabernas, duerme en su despacho. De modo que hay que sacarlo de ahí de alguna forma.

—O de otra —apuntó Axef—. No siempre se hacen las cosas de una sola manera, Til. Qué estrecho de miras.

Nadie le contestó y Dashvara supuso que, a la larga, era la mejor actitud para no animarlo a seguir delirando.

—Ya… —meditó Rowyn—. Dentro de cuatro días se festejan las carreras de la Escalera. Las carreras se prolongan durante toda la noche —explicó para Dashvara—. Y el señor Faerecio es un gran asiduo al deporte. Arviyag saldrá para acompañarlo, y con toda probabilidad lo hará con buena parte de su guardia. —Marcó una pausa—. Hablando de escaleras, ¿cómo anda el asunto de la escalera? —inquirió.

—Lista —declaró Tildrin con una ancha sonrisa.

Rowyn se mostró complacido.

—Esto va de mejor en mejor. Te lo explicaré, Dash. Vamos a entrar por arriba, por la terraza. Hemos fabricado una escalera de mano de cuarenta pies. Normalmente tiene que valer. En la terraza… por lo que parece no hay guardia, ¿correcto, Tildrin?

—Correcto, Duque. Al menos esa fue mi impresión. Pero ya sabes cómo anda mi vista.

—Ya… Bueno. Todas las terrazas tienen un escotillón —prosiguió Rowyn—. Este probablemente esté cerrado. De modo que… —vaciló y miró al mago—. Axef, tú pasarás conmigo y con Dash y nos abrirás.

—¿Y cómo si no me dejan soltar conjuros? —objetó el mago, mordaz.

—Axef… Dijiste que lo harías. ¿Lo harás?

—Lo haré, lo haré. Y eso que quién sabe. No me gustan las escaleras. —Al recibir la mirada sombría de sus tres amigos, soltó una risita divertida como si hubiese alcanzado su objetivo—. Duque, si la escalera se rompe, te juro que te haré volar.

Rowyn palideció.

—No se romperá, Axef. Además, no eres un levitador, ¿recuerdas? Eres un desintegrador.

—Oh. ¿Y eso importa? Con explosiones, todo vuela. —Concluyó con serenidad—: La verdad es que vuestro plan es una magistral y espeluznante basura.

Volvieron a ignorarlo. A Dashvara el plan no le parecía tan malo, excepto en un detalle: hubiera preferido que se centrase en liberar a los suyos y no en robar unos malditos papeles.

—Bien —dijo Kroon. Tendió una mano y alcanzó la vela. La sopló, sumiendo el cuarto de nuevo en la penumbra—: Mucho mejor. Así que vas a entrar con el bárbaro ahí dentro. ¿Sin Azune?

—Alguien tiene que retirar la escala mientras estamos dentro y esos serán Tildrin y ella —determinó Rowyn.

El monje tullido enarcó las cejas y soltó un «hoho» por lo bajo, divertido.

—Eso me temo que no le va a gustar, Duque.

Rowyn puso cara de impotencia sin parecer muy afectado.

—La vida es como es. Ahora, sólo nos falta rezar al Dragón Blanco para que tengamos suerte y encontremos a la primera esos documentos. Si no los encontramos en el despacho… habrá que encontrar otra manera de sacar de ahí a tu pueblo, estepeño.

Hubo un silencio. Kroon jugueteaba con el trozo de su barba que quedaba en su rostro de apaleado. Tildrin rascaba la mesa con una de sus garras de ternian. Rowyn atravesaba el plano con los ojos como si pretendiese memorizarlo. Y Axef trenzaba uno de sus mechones rojos poniendo cara soñadora.

Vaya grupo me he encontrado, sonrió Dashvara. Al fin, habló:

—No tengo intenciones de esperar hasta dentro de cuatro días. Mis hermanos podrían embarcar mientras tanto. Y a mí lo que me interesan son mis hermanos, no el destino de Arviyag. Se me ha ocurrido una idea.

Rowyn y Tildrin intercambiaron miradas burlonas.

—Estepeño —comenzó Rowyn con calma—, las cosas no se hacen de la noche a la mañana. Las operaciones de este tipo se planean y se replanean y…

Dashvara lo cortó. Cierto, su idea parecía nacida de un libro de cuentos, pero apostaba a que funcionaría:

—Veréis. En Rocavita, mientras buscaba dónde se encontraban las mujeres xalyas, pasé por casa de los Faerecio y sorprendí una conversación entre Arviyag y el dueño de la casa. Por lo visto, Arviyag pretende casarse con la hija de ese Faerecio, pero esta hija, Wanissa, está enamorada de otro. Propongo ir a ver a esa joven y pedirle que escriba una carta a Arviyag citándolo a un encuentro. ¿Qué os parece?

Kroon frunció el ceño, Rowyn y Tildrin pusieron cara reacia, y Axef resopló, meneando la cabeza y mirando el techo.

—Creo que te acabas de ganar el puesto entre nosotros —declaró el mago con voz curiosamente grave.

Rowyn esbozó una sonrisa, la borró, volvió a sonreír y finalmente se encogió de hombros.

—Podría funcionar —confesó—. El Distrito del Puerto está como a veinte minutos en carroza del Distrito Bello. Eso nos dará al menos una hora. ¿Quién se encarga?

—Me encargaré yo mismo —aseguró Dashvara levantándose—. Si es que me dais la dirección de la casa de los Faerecio.

Los cuatro se agitaron de pronto, nerviosos.

—Espera un momento, ¿vas a ir ahora? —inquirió Rowyn.

Dashvara se encogió de hombros, sorprendido.

—¿Tenéis algo más urgente que hacer? Sospecho que escribir una carta así requiere varias horas.

—¿No estarás proponiendo que mande la carta para citarlo esta noche? —se alarmó Tildrin. Sus arrugas se habían distendido.

—Aún no estamos preparados, Dash —explicó Rowyn con paciencia—. Vuelve a sentarte.

Dashvara frunció el ceño.

—¿Y qué hay que preparar? La escala está ahí. Según vosotros el mago puede abrir esa trampilla. Luego, sólo falta poner las cosas en práctica, ¿no creéis?

Rowyn tragó saliva con un pliegue profundo en la frente. Tildrin balanceó la cabeza y Kroon se lo quedó mirando pensativo.

—El bárbaro tiene razón —declaró de pronto este último—. Me mareáis con vuestros parloteos inútiles. En marcha —lanzó con viveza.

Dashvara casi creyó que iba a levantarse. Pero claro, no podía.

—No sé, no sé —vaciló Rowyn.

Entonces, Dashvara entendió. Aquel grupo, como bien había señalado Rowyn, no tenía guerreros, si acaso Kroon, pero ya no lo era obviamente. Probablemente jamás hubiesen arriesgado su vida metiéndose en el antro de unos esclavistas que no dudarían en matarlos si los veían en su casa. Dashvara recordaba su primera batalla; diestro con el sable y orgulloso como un imbécil, se había quedado pasmado delante del morro babeante del nadro rojo. Tan sólo había conseguido matar al dragonzuelo bípedo al entender que iba a morir si dudaba un segundo más.

—Dudar es bueno, pero lo justo —suspiró pacientemente Dashvara—. ¿Dónde viven los Faerecio?

Para sorpresa de todos, fue Axef quien contestó:

—En el Distrito Bello. Calle de la Dama Azul. Es un caserón enorme con bandas de color azul y dorado en los bordes de las ventanas. Ve volando, caballero, que la flor se va al infierno —sentenció.

—No te van a dejar entrar —intervino Rowyn—. Jamás dejarán que un desconocido hable con la hija de los Faerecio. Olvídalo, Dash. Habrá que encontrar otro método.

Dashvara vaciló.

—¿Y Almogán Mazer? ¿Dónde vive?

Kroon enarcó una ceja.

—¿Al? Es el secretario de los Faerecio. ¿Qué tiene que ver él con…? —Entendió y su rostro deforme se iluminó—. ¡Ah!

Rowyn entrecerró un ojo.

—¿Ah, qué? No lo he pillado. ¿Conoces al tal Almogán Mazer?

—Lo conozco. Es el hijo de un compañero mío, antiguo monje-dragón, que murió en un ataque de orcos. Yo mismo contribuí a pagarle el último año de estudios para que pudiese licenciarse. Vive aquí, en el Distrito del Dragón. En la Plaza de la Libertad. Justo al lado de una casa de juegos. Ese muchacho… —Sonrió—. Ah. No le digas hola de mi parte. Se supone que para él estoy muerto, ¿entendido?

Dashvara no preguntó la razón.

—Entendido. Si todo va bien, volveré enseguida.

—¡Hey! —lo llamó Kroon cuando él posaba ya la mano sobre el pomo de la puerta—. Y ni una palabra sobre la Hermandad de la Perla. Tú sólo habla de los esclavistas, ¿entendido?

Dashvara puso los ojos en blanco.

—Entendido.

Los ojos entrecerrados del tullido centellearon, aprobadores.

—Buen bárbaro.