Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

8 El Dahars

La noticia de que el recién llegado había salvado a tres niños shalussis de una serpiente roja dio la vuelta al pueblo y cuando Dashvara y Rokuish regresaron al mediodía, medio encorvados por el cansancio, se encontraron con Orolf el herrero hablando con el maestro de guerra en el patio.

Dejaron las armas de entrenamiento y como el herrero llamó a Dashvara este se acercó, intrigado.

—Chaval —comenzó el herrero—, hemos estado pensándolo Fushek y yo y creo que necesitarías un sable de verdad.

Dashvara les dedicó a ambos una media sonrisa.

—¿Sólo uno?

Fushek se aclaró la garganta.

—El chaval tiene técnicas de combate de los Ladrones de la Estepa. Combate con dos sables.

Orolf puso cara sorprendida.

—Vaya. Entonces, serán dos.

Dashvara los miró, ensimismado.

Así que la vida de tus hijos vale más para ti que dos sables de acero, pensó. Eso lo hacía reconsiderar muchos prejuicios. Pero lo cierto era que ya había empezado a reconsiderarlos casi todos.

El herrero le dio una palmada afectuosa en el hombro.

—Cuento contigo para acabar con todas esas sucias serpientes a tres leguas a la redonda.

Dashvara sonrió.

—Gracias.

—Gracias a ti —replicó Orolf—. Tendrás tus sables dentro de dos semanas. Y les grabaré una serpiente roja. Van a quedar muy bien.

Le apretó el hombro con su manaza y se marchó.

¿Dos semanas?

Dashvara inspiró para calmar su impaciencia.

Dos semanas no son nada. Podré aguantar.

Fushek lo miraba con expresión pensativa.

—No me equivocaba. Tienes potencial. Y parece que has conseguido hacer más con Rokuish en dos días que yo en un año —observó—. Si sigues así, puede que te conviertas en guerrero shalussi más rápido de lo que crees.

Inclinó brevemente la cabeza y entró nuevamente en su casa. Rokuish resopló.

—Llevas apenas tres días en el pueblo y ya te estás ganando su consideración. Y el respeto de Fushek. Ojalá yo hubiese tenido la oportunidad de salvar a tres niños de una serpiente roja —sonrió.

Dashvara se encogió de hombros.

—Más bien: ojalá hubieses estado ahí de haber estado yo ausente —lo corrigió.

Ambos comieron en casa de Rokuish, pero esta vez Dashvara tuvo la decencia de pasar por casa de Zaadma para avisarla. Sin embargo, no encontró a su anfitriona por ningún sitio y regresó junto a Rokuish preguntándose, intrigado, adónde habría ido.

—No acabo de entender por qué, de entre todas las casas, has elegido aquella —murmuró Rokuish mientras subían por el camino hacia su casa—. Puedo pedirle a mi madre que te hospede. Seguro que acepta.

Dashvara recordó la pequeña casa en la que vivían… y pensó en Andrek. Negó con la cabeza.

—Te aseguro que estoy muy bien ahí.

—Eso va a dar que hablar a muchos —lo advirtió el Shalussi.

Dashvara sonrió.

—Ya hablan de mí por lo de la serpiente roja. Si les apetece, que también hablen de mí por hospedarme en casa de una… —Iba a decir «bastarda de Dazbon», pero se retuvo y concluyó—: extranjera.

Rokuish carraspeó mientras llegaban ante su casa.

—Si sólo fuese una extranjera… —le cuchicheó elocuente—. Pero ya veo que a ti no te molesta.

Durante aquella comida, Andrek se mostró más amistoso. La madre habló sin parar, Menara le soltó repetidamente miradas inocentes a Dashvara y este las ignoró a ambas, concentrado como estaba en comer y en pensar en sus dos sables.

Apenas salieron de la casa, Rokuish y Dashvara regresaron a las caballerizas para trabajar y cuidar de los caballos. El joven Shalussi parecía algo más dispuesto a charlar, aunque sin duda su madre le llevaba mucha ventaja en ese tema.

—¿De quién es el caballo negro? —inquirió Dashvara en un momento, apoyado contra la barrera.

—Del hijo de Nanda —contestó Rok.

Dashvara sintió un escalofrío.

—No sabía que tuviese hijos —retomó tras un silencio.

—Pues… sí que los tiene.

Dashvara esperó unos segundos y al ver que el Shalussi no continuaba pensó:

Si me hubiese tocado a un Rokuish con el espíritu de su madre probablemente ya estaría al corriente de todo lo que pasa en el pueblo. Pero con Rok…

Carraspeó.

—Es un buen caballo. ¿Y ese? ¿También es de un hijo de Nanda?

A Rokuish se le había ido cayendo la cabeza hacia el pecho. Tanto entrenamiento a la mañana lo había dejado exhausto, adivinó Dashvara. Sin embargo, el Shalussi hizo un esfuerzo para alzar la vista y ver qué caballo le señalaba.

—Oh. Ese no —contestó—. Es de mi hermano Andrek. Lo cierto es que Zefrek es el único hijo con edad que tiene Nanda. El otro hijo tiene doce años y la hija quince. Pero las mujeres no cabalgan —sonrió. Y bostezó.

Zefrek. A ese también, entonces.

—¿Es vuestro jefe desde hace muchos años? —inquirió Dashvara.

—¿Nanda? Desde que mató a Memfared en duelo. Lo retó y lo mató. Hace… bueno. Hace unos doce años, creo.

Dashvara asintió pensativo, mirando el caballo negro. Un hijo de doce años y una hija de quince. ¿Acaso su padre quería que los matase a ellos también? Le repugnaba nada más pensarlo. Y sin embargo… sabía, en lo más profundo de su corazón, que sus tres hermanos habían muerto. Showag tenía dieciséis años y había salido a luchar: había muerto como un soldado. Los demás eran aún más jóvenes; pero por ser quienes eran, cabían pocas posibilidades de que unos salvajes los hubiesen dejado vivos. Y Fayrah… Dashvara bajó la vista hacia el suelo. A su hermana Fayrah la habían dejado viva pero ignoraba si su destino no era aún peor.

Dentro de una semana, vendría esa caravana de Dazbon a llevarse a las jóvenes Xalyas. Las comprarían a precio de oro; y luego, quién sabe qué harían con ellas. Una semana. Y los sables tan sólo se los entregaría Orolf al cabo de dos.

Dashvara apretó los dientes.

—Rok, ese Zefrek, ¿vive en casa de Nanda?

Como no recibió respuesta, se giró levemente y constató que Rokuish se había quedado dormido, recostado contra la barrera. Esbozó una sonrisa mohína.

—Dulces sueños, Rokuish.

Se apartó de la barrera, la abrió y entró en el corral. Se acercó al caballo negro. Este lo miró con sus ojos oscuros y dejó que se acercara más. El Xalya le dio unas palmadas en el cuello.

—No sé cómo te llamas, pero me recuerdas a Lusombra —murmuró—. Seguro que tienes la misma alma noble que ella.

El caballo relinchó por lo bajo, como halagado, y Dashvara sonrió. Tras mimarlo un poco más, salió del corral y decidió pasear por las afueras del pueblo. Pasó no muy lejos de la casa de Bashak y, al avistar al anciano esculpiendo su pieza de madera delante del umbral de su puerta, sonrió y se acercó.

—¿Va tomando una forma concreta, abuelo? —preguntó, saludándolo.

Bashak se encogió de hombros con su sempiterna sonrisa divertida.

—Eso dímelo tú.

Dashvara enarcó una ceja y se sentó. Tomó el trozo de madera entre las manos y lo examinó con teatral atención. Tenía la forma inequívoca de un hombre shalussi y lo cierto era que la pieza estaba perfectamente tallada y parecía acabada. El rostro reflejaba una solemnidad y un orgullo muy bien conseguidos.

—Veamos… —dijo—. Lo que veo es… una joya de madera esculpida por las manos de un sabio.

Bashak rió.

—¿De veras no ves nada más? ¿Qué te dice tu imaginación?

—¿Mi imaginación? —repitió Dashvara—. La imaginación mata, buen hombre. Porque suele mostrar caminos falsos.

Bashak meneó la cabeza como entristecido.

—¿Qué te dice tu corazón?

Dashvara lo miró fijamente. Mi corazón se destrozó en mil pedazos hace una semana, anciano. ¿Qué quieres que te conteste?

El viejo Shalussi ladeó la cabeza e insistió:

—¿Qué te sugiere?

Dashvara suspiró.

—Ave Eterna —murmuró.

Y volvió a examinar la pieza de madera y el rostro solemne del Shalussi.

—Veo a un hombre orgulloso que mira hacia un porvenir vacío sin querer rendirse. —Meneó la cabeza, divertido por sus propias palabras amargas—. Eso es lo que veo, anciano.

Bashak había fruncido el ceño.

—¿Un porvenir vacío? —repitió—. Eso no existe más que para las personas que están muertas o no tienen voluntad. Un hombre orgulloso no puede tener un porvenir vacío.

—¿Ah, no? —Dashvara sonrió sin alegría—. ¿Y si el hombre orgulloso fuese una persona muerta? ¿Un hombre con el corazón tan quieto como la madera? ¿Qué porvenir tiene la rama de un árbol caído?

Se levantó mientras Bashak reflexionaba sobre sus palabras y le tendió su escultura. Bashak negó con la cabeza y dijo:

—Esperaba haber esculpido algo más alegre, pero las cosas son como son. Guarda al hombre de corazón muerto. Y procura que el tuyo vuelva a la vida, joven Xalya.

Dashvara iba a darle la espalda pero su última palabra lo dejó helado hasta los huesos.

—¿Cómo… me has llamado? —articuló fulminándolo con la mirada.

Con su rostro arrugado y sereno, Bashak sonreía.

—Sólo los Antiguos Reyes y sus descendientes, los señores de las estepas, juraron por el Ave Eterna, muchacho. —Dashvara palideció al darse cuenta de que había metido la pata hasta el fondo. El anciano prosiguió con suma tranquilidad—: Ningún Shalussi o Esimeo, ninguna tribu que vino luego a ocupar estas tierras y a expulsar a los señores adoptó su religión. El Ave Eterna, para muchos, es sinónimo de dominación, de esclavitud, de represión. Es el águila sangrienta de un oscuro pasado. ¿Desde cuándo un Shalussi jura por la divinidad que lo arrinconó a las zonas más áridas de la estepa durante siglos?

Mientras hablaba, Dashvara lo miraba, aterrado. Su razón le decía que debía matar a ese anciano, pero su corazón gritaba de dolor nada más pensarlo. Un anciano sabio que le sonreía con tanta franqueza…

Bufó de pronto, acercándose al viejo, con el puño cerrado en la escultura. Le tembló la voz cuando habló:

—¿Arrinconar? Los Xalyas que fueron masacrados hace una semana no arrinconaron a nadie. Ellos vivían tranquilos en sus tierras, pese a que fueran más áridas y más inhóspitas que estas. Vivían en paz —siseó—. No puedes llamar señor de la estepa a un hombre que dirige a unos pocos centenares de personas. Los Xalyas que masacrasteis eran hombres honrados. Hombres decentes, que tenían una educación y una manera de vivir mucho más avanzada que la de este pueblo de salvajes. Y el Ave Eterna, viejo loco —añadió, pulverizándolo con la mirada—, no es un águila sangrienta. Es el símbolo de lo que nosotros llamamos el Dahars, que implica dignidad, confianza y fraternidad. Eso es lo que habéis destruido —farfulló—. Eso es lo que he perdido.

Se mantuvo en pie, mirando al anciano con los ojos muy abiertos y, de pronto, supo que no lo mataría. Él no cometería las atrocidades que condenaba. Él era un hombre del Dahars, tal y como le había enseñado a ser Maloven. Aún resonaban las palabras del shaard en su mente, aprendidas de niño: “Cualquier acto que te obligue a cometer crímenes indignos contra el Ave Eterna es indigno y debes evitarlo”, decía. Dashvara inclinó la cabeza. Mi mano sólo será manchada de sangre criminal…

Pero según la tradición de los Xalyas, también le debía obediencia al señor su padre y él le había pedido como último deseo que matara a las familias de los jefes. A todos sus miembros. Sin distinción de sexo o edad. Dashvara no siempre había obedecido a su padre. Le había llevado la contraria numerosas veces y por eso ambos nunca se habían llevado del todo bien. Pero esta vez, era distinto.

Alzó la vista hacia el anciano. Si Bashak hablaba, entonces significaba que era capaz de matar a un hombre por ser Xalya; y en ese caso, merecía morir. Pero si no hablaba…

¿Acaso pretendo fiarme de la bondad de un salvaje?

Inspiró hondo y dio un paso hacia atrás. Como si el movimiento lo hubiese despertado de su ensimismamiento, el anciano se levantó lentamente y se acercó. Por un instante, Dashvara pensó que iba a sacar alguna daga escondida y clavársela a traición, pero el anciano tan sólo apartó los brazos y le dio un abrazo como un padre. Por unos segundos, Dashvara se quedó paralizado. Luego quiso resistirse; sin embargo… el pesar del anciano era inequívocamente sincero.

Ese hombre, pensó emocionado, es un sabio.

De pronto, el dolor que llevaba su corazón brotó estallando en mil pedazos. Dashvara sintió las lágrimas correr por sus mejillas y se sintió un poco más vivo. Hizo una mueca irónica mientras lloraba.

Estupendo… Quién habría dicho que el último señor de la estepa acabaría llorando en el hombro de un viejo Shalussi. Casi queda romántico.

Se apartó antes, pasándose una manga por los ojos, ruborizado. Bashak le dio una palmadita amistosa en el hombro y dijo:

—Llevo más de ciento veinte años viviendo y hace tiempo que dejé de intentar entender por qué los humanos actúan como actúan. Pero lo que sí sé es que no sirve de nada hundirse en los recuerdos… aunque sea imposible olvidarlos. Ve con la conciencia tranquila —pronunció—. Yo juzgo a los hombres por lo que son y no por lo que representan. No temas. Soy un hombre de ideas concretas —sonrió.

Dashvara esbozó una sonrisa y respiró ruidosamente.

—Gracias. Yo también soy un hombre de ideas concretas. —Miró, sorprendido, la escultura que aún llevaba en su mano; vio el porte orgulloso de la figura e, inconscientemente, se irguió—. Gracias por este regalo.

Bashak asintió.

—Sea cual sea tu porvenir, confío en que encontrarás el camino correcto. Un consejo, sin embargo —añadió mientras el Xalya daba un paso hacia atrás—. No te quedes entre los Shalussis. Cualquier día volverás a jurar por el Ave Eterna sin quererlo y prefiero no pensar en lo que podrían hacerte Nanda y sus guerreros entonces.

Dashvara sonrió, recuperando su humor.

—Procuraré no quedarme mucho tiempo —prometió—. Y si Nanda y sus guerreros se vuelven contra mí antes de que me marche, te aseguro que no se lo pondré fácil para matarme.

Lo saludó con la mano y bajó la pequeña cuesta con una extraña ligereza en el corazón. Por alguna razón, deseaba fiarse de ese viejo Shalussi. Al fin y al cabo, quien no se fía de nadie no puede esperar que los demás confíen en él. Sin entrar en el pueblo, lo rodeó y se encaminó hacia la casa de Zaadma. El sol ya caía en el horizonte y el cielo se teñía de rojo. Oyó una canción alegre en el interior de la casa.

¡Bom, bom, bom!
Las flores, en primavera,
sonríen como princesas,
se yerguen y cantan todas:
¡Bom, bom, bom!

Dashvara sonrió burlonamente al ver a Zaadma regar sus flores con un indefinible amor.