Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

3 La Mano Blanca

Cuando despertó a la mañana siguiente, tumbado junto al carromato de la comida, Dashvara vio una camisa negra cuidadosamente plegada a su lado. Era la misma que Zaadma le había traído el día anterior. Con un suspiro, se quitó la camisa blanca desgarrada y se puso la otra. No era nueva, pero parecía limpia y estaba en mucho mejor estado. También había un pañuelo negro tradicional shalussi y, tras una vacilación, se lo ciñó a la cabeza. Cuando siguieron la marcha, percibió la sonrisilla cómplice de Zaadma. Dashvara la habría encerrado en el carromato de las prisioneras si hubiera podido.

En cuanto entraron en los territorios shalussis, los guerreros fueron dispersándose en grupos. Lifdor, el mayor líder de los Shalussis, se marchó a su pueblo seguido por sus guerreros y sus caballos robados; Dashvara lo miró alejarse con el corazón frío y siguió el carromato donde llevaban a las prisioneras, guiado por Nanda de Shalussi. Según había oído decir a un guerrero, Nanda no quería hacer andar a las Xalyas. Considerando la codicia y la ambición de aquella gente, era posible que el jefe shalussi quisiese simplemente que su mercancía no perdiera valor enfermando o quemándose al sol.

A Dashvara no le costó identificar al muy bastardo. No por el atuendo, ya que era parecido al de todos sus hombres: Nanda llevaba una túnica oscura, botas negras y calzas holgadas, un cinturón y un sable… Pero el cinturón estaba guarnecido de plata y el pomo del sable tenía piedras preciosas; de su grueso cuello de Shalussi pendían dos enormes collares de oro puro.

Jamás un Xalya habría podido tener tan mal gusto, pensó Dashvara.

Cuando cruzaron un ancho río de poca profundidad, entendió que ya no estaban muy lejos del poblado de Nanda. Empezaron a aparecer granjas y el paisaje cambió bruscamente. Ya no eran llanuras de hierba seca y tierra arenosa sembrada de plantas raquíticas. Ahora, se veían de cuando en cuando encinas, algarrobos y matorrales así como grandes arbustos con bayas azules y hojas de olor fuerte. Las tierras shalussis eran ricas. Por eso los Xalyas siempre habían confiado en que sus propias tierras nunca serían apetecibles para los Shalussis o los Esimeos. Ciertamente, durante décadas habían tenido que enfrentarse a los salvajes, los bandidos y las criaturas de la estepa; durante siglos, habían luchado contra las plagas, las sequías en verano y el frío seco en invierno. El pueblo xalya había sobrevivido a todo, menos a la codicia.

Mientras avanzaban, algunos granjeros se acercaron a la caravana y recibieron dinero saqueado del Torreón de Xalya; Dashvara observó extrañado la repentina generosidad de los guerreros. Los ganaderos y campesinos se marchaban con dinero, joyas y otros objetos robados sin dar nada a cambio. Y los guerreros ponían cara satisfecha.

—Pareces sorprendido.

Dashvara dio un respingo y al girarse se encontró con unos grandes ojos negros. Soltó un gruñido pero no respondió.

—¿Es que en tu pueblo no daban ofrendas a los creadores de comida a cambio de su trabajo? —preguntó Zaadma.

—¿Los creadores de comida? —repitió Dashvara con una ceja enarcada—. ¿Te refieres a los que trabajan la tierra?

Zaadma entornó los ojos.

—Sí… A ellos me refiero. —Le dedicó una leve sonrisa y, sin decir nada más, se alejó con una extraña expresión en el rostro.

Dashvara se sintió turbado.

Algo que he dicho la ha sorprendido, adivinó. Algo que la había hecho pensar que Odek de Shalussi ignoraba cosas que no debería haber ignorado. En su interior, una vocecita estúpida le recomendó matar a Zaadma, pero no la escuchó.

No soy un salvaje. Si he de matar, será por supervivencia, no por sospechas vagas, decidió.

Antes de que anocheciera, llegaron al pueblo. Era una aldea sobre una colina, con casas blancas y terrazas como las que había en Xalya. Estaban dispersas, rodeadas de hierba, tierra y rebaños de ovejas. Abajo de la colina, el mismo río que habían cruzado antes se deslizaba hacia el suroeste rozando piedras y reflejando los últimos rayos de sol de la tarde.

Una parva de niños salió corriendo del pueblo a saludar a los guerreros, y estos abrazaron a sus hijos, riendo y cantando una tonada de victoria. Tres niños, sin embargo, se mantuvieron a distancia, buscando en vano a sus padres con una mirada grave. Con cierta sorpresa, Dashvara vio a Nanda adelantarse hacia ellos y posar sobre sus cabezas una mano paternal. Parecía como si… como si los Shalussis de aquel pueblo formasen una familia unida, como la formaban los Xalyas.

El líder shalussi no pronunció una sola palabra, pero en ese instante Dashvara sintió un atisbo de compasión por aquellos niños. Al fin y al cabo, eran humanos, aunque fueran salvajes.

Toda la fila se disolvió y los hombres shalussis se fueron para sus casas. El carromato con las Xalyas fue conducido hasta arriba de la colina, escoltado por Nanda y otros cinco guerreros que debían de ser sus hombres más fieles.

A esos probablemente también tendré que matarlos, pensó Dashvara, siguiéndolos sin apenas mirar a su alrededor.

El carromato se detuvo ante una casa de dos pisos. Dashvara vio a las reclusas internarse en el interior sin oponer resistencia alguna. ¿Acaso ya habían renunciado tan pronto a la libertad?, se preguntó con tristeza. Inconscientemente, avanzó otro paso y uno de los guardias se giró hacia él, interponiéndose en su camino. Era el mismo que le había hablado ante la tienda, la otra noche.

—¿Adónde te crees que vas? —le espetó—. ¿Es que piensas que Nanda va a adoptarte en su casa simplemente porque los Xalyas te han apresado? Venga, amigo, lárgate. Vuelve a tu hogar, seas de donde seas. Seguro que tienes una familia que se ocupe de ti. Largo —insistió.

Dashvara miró el cinturón del hombre. Llevaba un sable y una daga.

Podría robarte las armas y hacerte callar, rata salvaje, gruñó para sus adentros.

Tal vez no tuviese tanto conocimiento sobre la guerra como Zorvun, el maestro de armas y capitán xalya, pero, con un sable, hubiera podido causar verdaderos estragos. Sin embargo, actuar precipitadamente no llevaba generalmente a nada bueno.

—Te has quedado más atontado que una oveja en un desierto —se burló el Shalussi—. Ey, ¡Walek! ¿No estarás pensando volver a casa ya? Vuelve, vamos a intentar ayudar a este pobre muchacho. A ver si espabila un poco. Ven, hijo, acompáñanos.

Se había acercado para cogerlo del hombro y Dashvara se tensó pero no acabó de tomar una decisión. No podía cometer un error ahora. Recordó que su padre le había pedido que actuase como los Shalussis para no levantar sospechas.

Un consejo estupendo, padre, pero me pregunto si tú mismo serías capaz de actuar como uno de estos salvajes.

Cuando el otro Shalussi, Walek, lo cogió del otro hombro con expresión amigable, se dejó arrastrar hacia un edificio distinto de los demás, con el dibujo de una mano blanca en la puerta. Nada más entrar, lamentó no haberse resistido. Enseguida le vinieron olores de hierbas extrañas que en vez de «espabilarlo» lo aturdieron. Una música pausada de guitarra danzaba perezosamente en el humo sofocante que lo ocultaba todo. En cuanto entraron, la música se interrumpió.

—¿Qué diablos es ese humo? —tosió Dashvara. Pestañeó. El interior del establecimiento le parecía bailar ante sus ojos.

—¡Pero si habla! —se rió Walek.

—Respira hondo, amigo —lanzó el otro, siguiendo su propio consejo—. Son hierbas directamente importadas de Diumcili. A esto huelen la gloria y el oro después de una batalla.

Venga ya, este sitio es un maldito pozo de víboras, pensó Dashvara. Lo confirmó cuando vio aparecer ante él un rostro sonriente y sonrosado en medio de una voluta de humo verde.

—¡Silkia, Fima! —llamó la mujer con voz potente—. ¡Ya han vuelto!

Dashvara se detuvo en seco y se debatió entre los brazos de los dos guerreros. En la vida hubiera imaginado que los Shalussis tuviesen el suficiente «refinamiento» para apreciar un aire viciado por las drogas. Según creía, esa era una afición para los habitantes del sur.

—Bueno, ya espabilas un poco, pero ¡deja ya de agitarte! —protestó Walek, sin soltarlo—. Te invito a una copa. Seguro que se te alegra esa cara de entierro en cuanto respires este aire durante unos minutos más.

Dashvara no pensaba quedarse ahí ni un segundo más. Percibió el ruido de unos pasos en la escalera y dos voces de mujer. Dio un tirón y al fin se liberó de los dos guerreros.

—¡Idos al mismísimo infierno! —bufó.

Retrocedió hasta la puerta y Walek y su compañero se encogieron de hombros. El segundo replicó:

—Vete tú al infierno, chaval. Tú te lo pierdes.

—Va a resultar igual de aburrido que Zefrek —resopló Walek, divertido.

—¡Waleeek! —clamó, emocionada, una de las tres mujeres—. ¡No sabes cuánto te he echado de menos!

—¡Querida Silkia! —se rió el guerrero, contento—. Yo también te he echado de menos.

Dashvara estaba saliendo del establecimiento marcha atrás cuando chocó contra algo duro como una piedra. Se dio la vuelta y se quedó paralizado. Ante él, había una roca de carne. Un ser humano de más de siete pies de alto, músculos de hierro y quijada de acero lo miraba con sus ojillos entrecerrados. No, no, espera, ¿realmente eso es un ser humano? Era todavía más enorme que Arvara, uno de sus compañeros de patrulla.

Boquiabierto, Dashvara le devolvió la mirada y aspiró otra bocanada de esa asquerosa sustancia que flotaba en el aire de todo el local. Tosió y trató de rodear a la bestia fornida, pero esta se lo impidió.

—De aquí no se sale sin pagar.

Le pareció a Dashvara que su voz hacía temblar la tierra. Parpadeó, mareado. Bajó la vista y vio una enorme manaza tendida hacia él.

—¿Pagar? —repitió.

—¡Déjalo, Shamvirz! —lanzó una voz femenina—. Si ni siquiera ha bebido nada.

El tal Shamvirz frunció el ceño y, sin apartar la mano, le cogió de pronto a Dashvara por el cuello de la camisa y lo acercó a su rostro. El Xalya tragó saliva.

Por el Ave Eterna, esa bestia podría aplastarme con una sola mano, se percató.

—¿Por qué no has bebido nada? —preguntó Shamvirz.

En un rincón de su mente, Dashvara pensó que el cerebro de aquel coloso era con total probabilidad de un tamaño proporcionalmente inverso a su masa. Con una sonrisa contraída en el rostro, trató de contestar de la manera más concisa posible para no respirar más de lo indispensable:

—No me apetece. Sólo quiero salir.

Shamvirz lo sacudió, entrecerrando sus ojillos.

—No te oigo, ¡habla más fuerte!

Dashvara hizo una mueca e intentó desasirse sin conseguirlo: la manaza de Shamvirz era tan férrea como un gancho de acero. Lo fulminó con la mirada. Comenzaba a sentirse realmente furioso.

No te alteres, se conminó con los dientes apretados. Conténtate con no respirar.

—¡Suéltalo afuera ya, Shamvirz! —dijo una.

—¡Y pues no! —intervino otra—. Tráelo aquí, Sham.

—¿Qué…? ¡Silkia! —se indignó Walek—. Lárgalo, Shamvirz. Quería marcharse, de todas formas.

Silkia dijo algo sobre lo estúpidos que eran los hombres celosos mientras Shamvirz volvía a posar correctamente a Dashvara en el suelo con una expresión de incertidumbre en el rostro. Sigue dudando, grandullón… El Xalya aprovechó la ocasión: con un súbito impulso desesperado, pasó junto al coloso… y cruzó el umbral. Llenó sus pulmones de aire puro y, tambaleante, echó a correr cuesta abajo por el camino, seguido por las miradas sorprendidas de un corro de niños. Cuando llegó al río, se dejó caer de rodillas y escupió:

—Shalussis. —Se limpió la cara con el agua para tratar de quitarse ese apestoso olor que embotaba sus sentidos.

Walek era un asesino. Como todos sus compañeros que habían vuelto. Había matado a Xalyas. Como todos. Y ni siquiera parecía sentirlo un poco. Claro, ¿cómo va a sentirlo? Es un salvaje.

Como el cielo se oscurecía, Dashvara levantó los ojos hacia las copas de los árboles y sus ramas sinuosas. En el silencio del crepúsculo, pronunció:

—Lifdor y Nanda. Shiltapi. Todakwa. —Su mandíbula se tensó cuando agregó—: Y Walek. Y todos los demás guerreros.

Y todos los asesinos de toda Háreka, ya que estamos… El último de la lista serás tú.

Obviamente, no era razonable. Pero, en cierto modo, era más imparcial que la venganza de su padre. Los cabecillas de los clanes habían tramado el ataque concertado, cierto. Pero todos y cada uno de los guerreros que habían asaltado el torreón habían participado en la masacre. Todos eran culpables. Todos se habían aprovechado del botín.

Sí, pero en una batalla contra los salvajes, se mata y se saquea, ¿qué esperabas? Esa es la regla principal, a fin de cuentas. Matar, vivir y ganar. O matar, morir y perder. El único consuelo es que, al final de todo, todos acaban muriendo.

El pensamiento era poco alentador y tampoco contribuyó a aplacar la ira que consumía a Dashvara por dentro. Sabía que la cólera descontrolada era contraproducente, pero no podía remediarlo: tras pasar varios días con el corazón frío como la muerte, sentía que volvía a resucitar en él la llama de la vida, pero, a estas alturas, la llama tan sólo gritaba venganza. Sus puños se cerraron sobre unos sables invisibles.

Será mejor que trate de calmarme un poco, pensó con la respiración acelerada. La serpiente roja no se exalta de esa manera y ataca cuando menos se la espera. Siempre había sido un hombre comedido, poco paciente pero también poco dado a actuar con necedad. Tenía que recobrarse de todo lo ocurrido y volver a ser el Dashvara de antes. No se luchaba bien con las ideas confusas.

La noche cayó, fresca bajo las ráfagas de viento. Dashvara se alejó del río y regresó ante la casa de Nanda. Se preguntó en qué habitación escondían a las prisioneras. Deseaba volver a ver a Fayrah y sus sonrisas tímidas y graciosas. La conocía bien. Dos años apenas los separaban y ambos habían jugado juntos de niños, con su hermano Showag. Habían compartido secretos y cuentos, descubierto los pasadizos del torreón y asistido a las largas lecciones de Maloven. Luego, cuando él cumplió catorce inviernos, su señor padre lo nombró como patrulla. A partir de entonces, Dashvara había pasado más tiempo en la estepa y las granjas vecinas que en el torreón. Pronto, se había percatado de que ya la infancia de ambos había quedado atrás. Fayrah se había convertido en una niña tímida, hermosa y más ingenua tal vez si cabe que cuando tenía ocho años. Dashvara, él, había conocido a un Ladrón de la Estepa, había azotado a bandidos, luchado contra los monstruos y cercenado la cabeza de un criminal ante los ojos implacables del señor Vifkan.

Ambos habían seguido caminos muy distintos.

Necesito a alguien con quien hablar, se dijo de pronto. Necesito dejar de pensar y de recordar…

Deseaba entrar en casa de Nanda y hablar con Fayrah. Decirle que todo iba a arreglarse, que no estaba sola y que, pasase lo que pasase, él cuidaría de ella. Sin embargo, algo le impedía siquiera intentar hablarle. No era el temor a ser descubierto. En realidad, tenía miedo de que el deseo de ponerla a salvo destruyese por completo la ira que vibraba en su interior. Necesitaba controlar esa ira y avivarla para seguir avanzando. La necesitaba para que su mano no temblase cuando llegara el momento.

Se apartó de la casa de Nanda como una sombra y se deslizó otra vez colina abajo. Evitó a un vigía y, dándose cuenta de pronto de que estaba agotado, acabó sentándose contra la corteza de un árbol y se quedó dormido.